Wednesday, 29 June 2011

Jose Antonio Vargas: Mi vida como inmigrante indocumentado

Jose Antonio Vargas: Mi vida como inmigrante indocumentado

by Luis Eduardo Quintero on Tuesday, 28 June 2011 at 17:27

Me tomé el trabajo de traducir una crónica escrita originalmente en The Washigton Post por Jose Antonio Vargas, un periodista quien luego de 18 años de vivir en Estados Unidos, siendo un profesional existoso y con reconocimiento por su trabajo, confiesa que es un inmigrante indocumentado.

 

Es una historia impactante por la forma en que él la cuenta, claramente apoyado en sus habilidades para la escritura. Quienes tuvimos la oportunidad de vivir en el extranjero o quienes viven su misma situación entienden la forma como se ha sentido todos esos años. 

 

Debo aclarar que el texto traducido puede presentar algunos errores en la traducción (No soy traductor oficial) y ofrezco disculpas por eso, aunque creo que logré acercarme al 100% de lo que Jose Antonio Vargas quería transmitir.

 

Los invito a leer esta historia y compartirla entre sus amigos inmigrantes.

 

 

Mi vida como inmigrante indocumentado

 

 

Una mañana de agosto hace unos 20 años mi madre me despertó, me subió a un taxi y me entregó una chaqueta. ‘‘Baka malamig doon’’ (“Puede estar frío allá”), fueron algunas de las palabras que dijo. Cuando llegué al Aeropuerto Internacional Ninoy Aquino de Filipinas con ella, mi tío y un amigo de la familia, me presentaron a un señor que nunca antes había visto. Ellos dijeron que era mi tío. Él sujetó mi mano y yo abordé un avión por primera vez. Corría el año 1.993 y yo tenía 12 años. Mi madre quiso darme una mejor vida, así que me envío lejos por miles de kilómetros a vivir con sus padres en Estados Unidos – mi abuelo (Lolo en lengua tagalo) y mi abuela (Lola).

 

Luego de llegar a Mountain View, California, en la bahía de San Francisco, ingresé a sexto grado y rápidamente aprendí a amar mi nuevo hogar, familia y cultura. Allí descubrí mi pasión por el idioma, a pesar de que era difícil aprender la diferencia entre el inglés formal y los modismos estadounidenses. Recuerdo una vez en la escuela media a un niño pecoso preguntándome: ‘‘What’s up?’’ (¿Qué tal?), yo respondí “The sky” (El cielo). Él y otros niños rieron. Gané el concurso de ortografía de octavo grado memorizando palabras que no podía pronunciar correctamente. (La palabra ganadora fue “infatigable”).

 

Un día cuando tenía 16 años fui en mi bicicleta a una oficina cercana del Departamento de Vehículos de Motor para conseguir mi licencia de conducción. Algunos de mis amigos ya tenían sus licencias, entonces pensé que era tiempo de tener la mía. Sin embargo, cuando le entregué a la empleada mi tarjeta como prueba de que era residente de los Estados Unidos, ella la volteó y la examinó. “Esta tarjeta es falsa”, susurró. “No vuelvas por aquí otra vez”.

 

Confundido y asustado, pedaleé hasta mi casa y confronté a Lolo. Recuerdo que él estaba sentado en el garaje recortando cupones de promoción. Dejé mi bicicleta en el suelo y corrí hacia él mostrándole la tarjeta de residencia. ‘‘Peke ba ito?’’ (¿Es falsa?) pregunté en lengua Tagalo. Mis abuelos se nacionalizaron estadounidenses –él trabajó como guardia de seguridad y ella sirviendo comida – y comenzaron a apoyar económicamente a mi madre y a mí cuando yo tenía tres años, luego de que la enfermedad ocular de mi padre y su incapacidad para sostenernos los llevara a separarse. Lolo era un hombre orgulloso, y  vi la pena en su cara cuando me dijo que había comprado la tarjeta, junto a otros documentos falsos, para mí. “No muestres esto a otras personas” me advirtió.

 

Desde entonces decidí no darle razones a nadie para que dudara de que yo era estadounidense. Me convencí a mí mismo de que si había trabajado suficiente, hecho logros suficientes sería premiado con la ciudadanía. Sentí que podía ganarla.

Lo intenté. Durante los últimos 14 años me gradué del colegio y de la universidad; construí una carrera como periodista entrevistando algunos de los más famosos personajes del país. En general, tengo una buena vida. He vivido el sueño americano. Pero aun así era un inmigrante indocumentado, y eso significa vivir una realidad diferente. Significa vivir día tras día con el miedo de ser descubierto. Significa confiar muy poco en la gente, incluso en aquellos muy cercanos a mí, con quienes realmente puedo ser yo. Significa guardar fotos de mi familia en una caja de zapatos en vez de mostrarlas sobre muebles en mi casa para que mis amigos no pregunten sobre ellas. Significa incluso, a regañadientes y con dolor, hacer cosas que sé que están mal y son ilegales. Y esto ha significado apoyarme en una especie de tren subterráneo del siglo 21 lleno de personas que me dan soporte; gente que se interesó por mi futuro y tomó riesgos por mí.

 

El año pasado leí sobre cuatro estudiantes que caminaron de Miami a Washington para apoyar el Dream Act, un proyecto de ley de casi diez años de antigüedad, el cual daría una vía hacia una residencia legal para jóvenes que han sido educados en este país. Con el riesgo de ser deportado –la administración de Obama ha deportado casi 800.000 personas en los últimos dos años- ellos se pronunciaron. Su coraje me inspiró.

 

Se cree que hay 11 millones de inmigrantes indocumentados en Estados Unidos. No siempre somos quienes ustedes creen que somos. Algunos recogen sus fresas o cuidan sus niños. Algunos están en el colegio o en la universidad. Y algunos, resulta que escriben artículos que usted posiblemente lee. Yo crecí aquí. Este es mi hogar. Aun así, aunque creo que soy un estadounidense y considero a Estados Unidos mi país, este país no me considera uno de los suyos.

 

Mi primer reto fue el idioma. Aunque aprendí inglés en Filipinas, quería perder mi acento. Durante el colegio gasté horas viendo series de televisión (Especialmente “Frasier”, “Home Improvement” y repeticiones de “The Golden Girls”) y películas (Desde ‘‘Goodfellas’’ hasta ‘‘Anne of Green Gables’’) haciendo pausa e intentando copiar cómo los actores enunciaban sus diálogos. En la biblioteca local leía magacines, libros y periódicos; cualquier cosa con tal de aprender a escribir mejor.  Mi profesora de inglés de la secundaria, Kathy Dewar, me introdujo en el periodismo. Desde el momento en que escribí mi primer artículo para el periódico estudiantil me convencí de que teniendo mi nombre publicado – escribiendo en inglés, entrevistando estadounidenses- validaba mi presencia aquí.

 

Los debates sobre “extranjeros ilegales” aumentaron mi ansiedad. En 1994, un año después de mi vuelo desde Filipinas, el gobernador Pete Wilson fue reelegido, gracias en parte a que apoyaba la proposición 187, la cual prohibía a inmigrantes indocumentados ir a la escuela secundaria y acceder a otros servicios. (Tiempo después una corte federal encontró esa ley inconstitucional). Después de aquel encuentro en el Departamento de Vehículos de Motor estaba más al tanto sobre las ideas antiinmigrantes y los estereotipos como: “Ellos no quieren entender que son una carga para la sociedad”. No hablan de mí, me decía. Yo sí tengo algo para aportar a este país.

 

Para hacer eso tuve que trabajar; y para eso necesitaba un número de seguro social. Afortunadamente, mi abuelo ya había hecho trámites para obtenerme uno. Lolo siembre había cuidado de cada uno de nosotros. Él y mi abuela emigraron legalmente en 1984 desde Zambales, una provincia de Filipinas, con campos de arroz y casas de bambú; emigraron detrás de la hermana de Lolo quien se casó con un Filipino-Estadounidense que pertenecía al ejército. Ella hizo pidió a su hermano y su esposa para que se le unieran en Estados Unidos. Cuando llegaron aquí, Lolo pidió a sus dos hijos –mi madre y su joven hermano-, pero en vez de mencionar que mi madre estaba casada, él anotó que estaba soltera. -Los residentes legales no pueden solicitar a los hijos que estén casados-. Además, a Lolo no le importaba mi padre. Él no quería que viajara con nosotros.

 

Lolo se asustó al pensar que tal vez las autoridades de inmigración revisaran los papeles y descubrieran que mi madre estaba casada; no sólo arriesgando su opción de venir a Estados Unidos sino la de mi tío también; por eso retiró la  solicitud. Después de que mi tío vino a Estados Unidos legalmente en 1991, Lolo intentó que mi madre viniera a través de una visa de turista, pero ella no pudo conseguir una. Ahí fue cuando ella decidió enviarme. Mi madre me dijo después que imaginó que pronto me seguiría. Nunca lo hizo.

 

El “tío” que me trajo aquí resultó ser un coyote, no un familiar. Eso me explicó mi abuelo después. Lolo logró reunir el dinero suficiente –supe que fueron 4.500 dólares, una gran suma para él- para pagarle al coyote y que me trajera con un nombre y pasaporte falsos. (Nunca más vi el pasaporte luego del vuelo y asumo que el coyote se quedó con él). Una vez aquí, Lolo consiguió un nuevo pasaporte falso, esta vez con mi nombre real, con una visa de estudiante falsa, adicionales a la falsa tarjeta de residente. Usando el pasaporte falso, fuimos a la oficina local de Administración de la Seguridad Nocial y pedimos una tarjeta con un número de seguro social. Recuerdo que fue una visita rápida. Cuando la tarjeta llegó en el correo postal, tenía mi nombre real, pero también tenía un aviso claramente visible: “Sólo puede trabajar con permiso de la oficina de Servicio de Ciudadanía e Inmigración de Estados Unidos”.

 

Cuando comencé a buscar trabajo, poco tiempo después del incidente con el Departamento de Vehículos de Motor, mi abuelo y yo llevamos la tarjeta del seguro social a Kinko’s, donde él tapó el texto de “Sólo puede trabajar con permiso de la oficina de Servicio de Ciudadanía e Inmigración de Estados Unidos” con un tira de cinta blanca. Luego sacó algunas fotocopias de la tarjeta. A primera vista las copias parecían una tarjeta de seguro social sin restricciones para trabajar.

Lolo siempre imaginó que yo trabajaría en aquellos trabajos de baja paga, los cuales usualmente las personas indocumentadas toman. (Una vez me casara con una estadounidense, conseguiría papeles reales y todo estaría bien, me dijo). Pero incluso esos trabajos de baja paga requerían documentos, así que esperamos que esa tarjeta del seguro social sirviera por el momento. Entre más papeles tuviera, mejor me iría, Lolo dijo.

 

Estando en secundaria trabajé medio tiempo en Subway, luego en la recepción de Y.M.C.A, luego en un club de tenis, hasta que obtuve una práctica no remunerada en “The Mountain View” el periódico del pueblo donde vivía. Al principio traía café y ayudaba en labores de oficina, luego poco a poco comencé a cubrir eventos y otras tareas, esta vez remuneradas. Luego de más de una década de conseguir trabajos de medio tiempo y tiempo completo, mis empleadores rara vez preguntaban por mi tarjeta original del seguro social. Cuando algunos la solicitaron, mostré la versión fotocopiada, la cual aceptaron. Con el tiempo comencé también a revisar los documentos para nacionalizarme estadounidense. (Hacerse ciudadano era más fácil que buscar ser residente permanente, pues esta última requeriría mostrar un número de registro como extranjero)

 

Este engaño se complicaba cada vez más. Entre más hacía más me sentía como un impostor; más culpa cargaba sobre mí, y más me preocupaba en que podría ser atrapado. Pero seguí haciéndolo. Necesitaba vivir y sobrevivir por mí mismo, así que decidí que ésta era la manera.

 

La escuela Mountain View se convirtió en mi segundo hogar. Fui elegido para representarla en reuniones escolares públicas, donde tuve la oportunidad de conocer y entablar amistad con Rich Fischer, el superintendente del distrito de nuestra escuela. Me uní al equipo de oratoria y debate; actué en obras escolares y eventualmente me convertí en co-editor de “The Oracle”, el periódico estudiantil. Esto llamó la atención de mi director, Pat Hyland: “Tú eres tanto para la escuela como lo soy yo”, me dijo. Pat y Rich pronto serían mis mentores, y más adelante casi padres sustitutos para mí.

 

Durante mi primer año, luego de un ensayo del coro, su director me dijo que estaba considerando un viaje a Japón para nuestro grupo. Le dije que no podría hacerlo, pero dijo que encontraría la forma. Yo dudé y decidí contarle la verdad: “En realidad no es por el dinero”, recuerdo cuando dije “No tengo el pasaporte correcto”. Cuando ella me aseguró que conseguiríamos los documentos apropiados, finalmente le dije: “No puedo conseguir el pasaporte correcto. No se supone que deba estar aquí” Ella entendió y el coro hizo un tour por Hawai, incluyéndome. La señora Denny y yo hablamos un par de meses atrás. Me dijo que no había querido dejar ningún estudiante por fuera.

 

Tiempo después, en mi clase de historia vimos un documental sobre Harvey Milk, un político homosexual abiertamente declarado quien fue asesinado. Era 1999, sólo seis meses después de que el cuerpo de Matthew Shepard fue encontrado atado a una cerca en Wyoming. Durante el debate levanté mi mano y expresé algo como “Siento mucho que Harvey Milk fuera asesinado por ser homosexual… He querido decir esto….. Yo soy homosexual”

No había planeado “salir del closet” esa mañana aunque supe que era gay varios años atrás. Tras ese anuncio me convertí en el único homosexual declarado de la escuela, y esto causó un conflicto con mis abuelos. Lolo me echó de la casa por varias semanas. Aunque eventualmente nos reconciliamos, yo lo había decepcionado de dos formas: Primero, como católico pues él consideraba la homosexualidad como un pecado y estaba avergonzado de tener ‘‘ang apo na bakla’’ un nieto homosexual. Aún peor, estaba haciendo las cosas más difíciles para mí, dijo. Yo necesitaba casarme con una mujer estadounidense para poder conseguir una tarjeta de residencia legal. Aunque así de difícil fue decir que era homosexual, esto parecía menos complicado que revelar mi estatus legal. Mantuve mi otro secreto oculto la mayor parte del tiempo.

 

Mientras mis compañeros de clase esperaban sus cartas de aceptación de las universidades, yo esperaba luego de la graduación conseguir un trabajo de tiempo completo en The Mountain View Voice. No es que no quisiera ir a la Universidad, sólo que no podía postularme para una ayuda financiera estatal y federal. Sin eso, mi familia no podría darse el lujo de enviarme a la universidad. Sin embargo, cuando finalmente les dije a Pat y Rich acerca de mi “problema” de inmigración (Así lo llame desde entonces) me ayudaron a buscar una solución. Primero incluso se preguntaron si uno de ellos podría adoptarme y solucionar el asunto, pero un abogado de Rich dijo que esto no cambiaría mi estatus porque yo era demasiado mayor. Eventualmente ellos me contactaron con un nuevo fondo de becas para estudiantes con alto potencial y quienes fueran los primeros en su rango familiar para ir a la universidad, pero lo más importante era que no se preocupaban por el estatus inmigratorio. Fui de los primeros beneficiarios de la beca la cual cubrió mi matrícula, estadía, libros y otros gastos en mis estudios en la Universidad del Estado de San Francisco.

 

Siendo estudiante de primer año, conseguí un trabajo de medio tiempo en The San Francisco Chronicle, donde organizaba el correo y escribía algunos artículos independientes. Mi meta era conseguir un trabajo de reportero, así que opté por tomar varias prácticas profesionales. Primero, llegué al Filadelfia Daily News en el verano de 2001 donde cubrí un tiroteo en la calle y la boda del jugador estrella de baloncesto Allen Iverson. Con estos artículos, me postulé para trabajar en The Seattle Times y obtuve una pasantía para el verano siguiente. Pero de nuevo mi falta de documentos legales apareció otra vez. Quien contrataba en ese periódico, Pat Foote, solicitó a todos los pasantes traer un certificado en su primer día de trabajo: Certificado de nacimiento, pasaporte o licencia de conducción, así como la tarjeta del seguro social en original. Entré en pánico pensando que mis documentos no pasarían, por eso antes de comenzar el trabajo llamé a Pat y le hablé acerca de mi estatus legal. Después de consultar con la administración del periódico ella me devolvió la llamada diciéndome la respuesta que temía escuchar: No podía hacer la pasantía.

 

Eso fue devastador. ¿De qué servía la universidad si no podía trabajar en la carrera que quería? Decidí entonces que para ser exitoso en una profesión relacionada con decir la verdad no podría entonces decir la verdad sobre mí.

Luego de este episodio, Jim Strand, quien me había patrocinado la beca ofreció pagarme un abogado de inmigración. Rich y yo fuimos a verlo en el distrito financiero de San Francisco. Estaba esperanzado. Esto fue a comienzos de 2002, poco tiempo después de que los senadores Orrin Hact, republicano de Utah, y Dick Durbin, demócrata de Illinois presentaron el Dream Act (Desarrollo, Alivio y Educación para menores extranjeros) Esto parecía como una versión legislativa de lo que me decía a mí mismo: Si trabajo duro y contribuyo, las cosas funcionarán. Pero la reunión me derrumbó. Mi única solución, según el abogado, era regresar a Filipinas y aceptar una pena de 10 años sin pisar Estados Unidos antes de que pudiera postularme nuevamente para inmigrar legalmente. Si Rich estaba desanimado, lo disimuló muy bien. “Pon este problema en un estante, en un compartimento. Sigue adelante”, me dijo.

 

Así lo hice. Para el verano de 2003 me postulé para pasantías por todo el país. Varios periódicos, incluyendo The Wall Street Journal, The Boston Globe y The Chicago Tribune expresaron interés en mí. Cuando el Washington Post me ofreció un puesto, yo sabía a donde debería ir. Y esta vez no tenía intención de reconocer mi “problema”.

La pasantía en el Washington Post tuvo un obstáculo. Requería mostrar mi licencia de conducción. (Luego del incidente en la Dirección de Vehículos de Motor no había conseguido ninguna). Así que estuve toda una tarde en la biblioteca estudiando los requerimientos de varios estados para obtenerla. Oregon era uno de las más favorables y estaba al norte a sólo un par de horas en carro.

 

De nuevo mi red de amigos me apoyó. El papá de un amigo vivía en Portland y me permitió usar su dirección de la casa como prueba de residencia. Pat, Rich y su asistente por mucho tiempo, Mary Moore, me enviaron cartas a esa dirección. Rich me enseñó cómo hacer un giro de tres puntos en un estacionamiento, y un amigo me acompañó a Portland.

Esta licencia era todo para mí pues me permitiría manejar, tomar un avión y trabajar, pero mis abuelos se preocuparon por el viaje a Portland y la pasantía en el Washington Post. Mientras Lola ofrecía oraciones diarias que harían que no me atraparan, Lolo me dijo que estaba soñando en grande pero arriesgando mucho también.

 

Estaba enfocado en perseguir mis metas. Tenía 22 años y les dije que me hacía responsable por mis actos. Pero esto era diferente de la vez en que Lolo acompañaba un adolescente confundido a Kinko’s. Ahora yo sabía qué estaba haciendo y sabía que no era correcto, pero ¿qué se suponía que debía hacer?

 

Yo estaba pagando impuestos del estado y federales, pero usaba una tarjeta falsa del Seguro Social y escribía información falsa en los formularios para conseguir trabajo; esto parecía ser mejor que depender de mis abuelos o de Pat, Rich y Jim, o incluso regresar a un país que poco recordaba. Me convencí de que todo estaría bien si yo lograba las cualidades de un “ciudadano”: trabajo duro, autosuficiencia, amor por mi país.

 

En la Dirección de Vehículos de Motor en Portland llegué con mi copia de la tarjeta del seguro social, mi carné de la universidad, un recibo de pago de The San Francisco Chronicle y mi prueba de residencia en aquel estado (Las cartas que mis amigos habían enviado a la dirección en Portland). Funcionó. Mi licencia expedida en 2003 expiraba ocho años después, para mi cumpleaños número 30, en febrero 3 de 2011. Tenía ocho años para ser exitoso profesionalmente y esperar que algún tipo de reforma de inmigración me permitiera quedarme. Pareciera como si tuviese todo el tiempo del mundo.

 

El verano en The Washington Post fue excitante. Estaba intimidado por estar en una gran medio de prensa así que me asignaron un mentor, (Peter Perl, un veterano escritor de magacines) para ayudarme ganar experiencia. Luego de pocas semanas, él publicó uno de mis artículos sobre un hombre que recuperó su billetera perdida luego de mucho tiempo. Peter marcó con un círculo los dos primeros párrafos de mi artículo y lo dejó sobre mi escritorio. “Excelente ojo para los detalles, ¡impresionante!”, escribió. Aunque en ese entonces no lo sabía, Peter se convertiría en un miembro más de mi red de apoyo.

 

Al final de verano regresé a The San Francisco Chronicle. Mi idea era terminar la escuela mientras trabajaba como reportero de la ciudad. Pero cuando The Washington post apareció de nuevo ofreciéndome una pasantía remunerada de tiempo completo por dos años que podría empezar cuando me graduara, fue demasiado tentador para mí como para dejarla pasar. Regresé entonces a Washington.

 

Luego de cuatro meses trabajando como reportero para The Washington Post comencé a sentirme constantemente paranoico, como si tuviera las palabras “inmigrante ilegal” tatuadas en mi frente; y preciso en Washington, el lugar donde todos los debates sobre inmigración parecían nunca acabarse. Estaba tan ansioso de probarme a mí mismo que temía que esto molestaba a algunos colegas y editores, y estaba preocupado porque alguno de estos periodistas profesionales pudiera descubrir mi secreto. La ansiedad estuvo cerca de bloquearme. Decidí que tenía que decírselo a alguno de mis superiores. Hablé con Peter.

 

En esa época Peter quien aún trabajaba en The Washington Post se había convertido en parte de la administración del periódico como director de entrenamiento y desarrollo profesional. Una tarde finalizando octubre caminamos un par de cuadras hacia la plaza Lafayette, cruzando desde la Casa Blanca. Pasados unos 20 minutos, sentados en un banco le conté todo: La  tarjeta del Seguro Social, la licencia de conducción, Rich, Pat, mi familia…

 

Peter estaba conmocionado. “Ahora te entiendo 100 veces mejor”, me dijo. Me explicó que había hecho lo correcto informándole y que ahora esto era nuestro problema. Él no quería hacer algo sobre esto por ahora. Yo apenas había sido contratado y necesitaba probarme a mí mismo, dijo. “Cuando hayas hecho suficiente”, “bueno, no le digas nada a Don y Len” (Don Graham es el presidente de la compañía del Washington Post y Leonard Downie Jr era entonces el director ejecutivo). Un mes después compartí mi primer día de acción de gracias con Peter y su familia.

 

En los siguientes cinco años di lo mejor de mí para “hacer lo suficiente”. Fui ascendido al grupo de escritores, haciendo reportes sobre la cultura de los videojuegos; escribí varias entregas sobre la epidemia de SIDA y VIH y cubrí el rol de la tecnología en los medios sociales en la carrera por la presidencia en 2008. Visité la Casa Blanca donde entrevisté colaboradores principales y cubrí una cena de estado; y di al Servicio Secreto el número de seguro social que obtuve con documentos falsos. Hice lo que pude para mantenerme alejado de escribir reportes sobre temas de inmigración pero no siempre pude evitarlo. En dos ocasiones, escribí sobre la posición que tenía Hillary Clinton frente a las licencias de conducción para inmigrantes indocumentados. También escribí un artículo sobre el senador de La Florida Mel Martinez, en ese entonces Presidente del Comité Nacional Republicano, quien defendía la postura de su partido hacia los latinos después de que el único candidato republicano a la presidencia, Jhon McCain – el coautor de un fallido  proyecto de ley de inmigración- estuvo de acuerdo en participar en un debate patrocinado por Univisión, una cadena de televisión en español.

 

Esto era una extraña especie de baile. Yo trababa de sobresalir en un ambiente muy competitivo, pero aun así estaba aterrorizado por sobresalir mucho pues sería llamado a un examen que no quería hacer. Traté de separar mis miedos distrayéndome haciendo reportes de las vidas de otras personas, pero no había un escape para el conflicto central que rondaba mi vida. Mantener un engaño por mucho tiempo comienza a distorsionarte. Comienzas a preguntarte en qué te convertiste y por qué.

 

En abril de 2008 hice parte de un equipo de reporteros que ganó el premio Pulitzer por el cubrimiento del tiroteo en Virginia Tech un año atrás. Lolo murió un año antes entonces Lola fue quien me llamó el día del anuncio del premio. Lo primero que me dijo fue: ‘‘Anong mangyari kung malaman nang tao?’’ ¿Qué pasará si ellos se dan cuenta?. No pude decir nada. Luego de colgar, me apresuré para ir al baño en el cuarto piso de la sala de prensa, me senté en el inodoro y lloré.

En el verano de 2009, sin haber tenido nunca una charla sobre el tema con la administración de The Washington Post dejé el periódico y me mudé a Nueva York para unirme al Huffington Post. Conocí a Arianna Huffington dos años atrás en una cena de la Fundación Club de Prensa de Washington, la cual cubría para The Washington Post y ella me enlistó para trabajar en su nuevo sitio de noticias. Quería aprender más acerca de publicar en la red y pensé que este nuevo trabajo me brindaría una formación útil.

 

Aun así estaba temeroso acerca de haberme trasladado. Muchas compañías ya estaban usando un sistema de verificación de identidad en línea (E-verify) creado por el Departamento de Seguridad Nacional, que revisaba si los potenciales empleados eran elegibles para poder trabajar, y no sabía si mi nuevo empleador ya usaba este sistema. Me di cuenta de que había sido capaz de conseguir otros trabajos en otros medios, así que llené los formatos y logré entrar en la nómina.

 

Mientras trabajaba en The Huffington Post otras oportunidades aparecieron. Mi serie de escritos sobre SIDA y VIH se volvió un documental llamado “La otra ciudad” el cual abrió el festival de cine de Tribeca (Manhattan) el año pasado y fue emitido en el programa Showtime. Comencé a escribir en magacines y luego me asignaron un trabajo soñado: Hacer un perfil de Mark Zuckerberg, creador de Facebook, para The New Yorker.

 

Entre más cosas lograba, más asustado y deprimido me sentía. Estaba orgulloso de mi trabajo, pero siempre había una nube colgando sobre el tema, sobre mí. Los ocho años de validez de mi licencia de conducción estaban por vencerse.

Después de poco menos de un año decidí irme del Huffington Post, en parte porque quería promocionar el documental y escribir un libro sobre la cultura en línea (o algo así le dije a mis amigos). Pero la razón real era, luego de muchos años de intentar ser parte de un sistema, de enfocar toda mi energía en mi vida profesional, que aprendí que ninguna cantidad de éxito profesional solucionaría mi problema o aliviaría la sensación de pérdida y de vivir apartado en la que había caído. Le mentí a un amigo sobre el porqué no podía viajar a México; en otra ocasión inventé una excusa para explicar por qué no podía ir a un viaje con todo pago a Suiza. Durante años estuve reacio a tener largas relaciones emocionales porque no quise que nadie se acercara demasiado e hiciera muchas preguntas. Todo el tiempo la pregunta de Lola estaba metida en mi cabeza. ¿Qué pasará si ellos se dan cuenta?

 

Comenzando este año, justo dos semanas antes de mi cumpleaños número 30, gané un pequeño indulto: Obtuve una licencia de tránsito en el estado de Washington. Era válida hasta 2016. Esto me daba cinco años más de “aceptable” identificación, pero también cinco años más de miedo, de mentir a gente que respetaba y a instituciones que confiaron en mí, de huir de quien yo realmente era.

 

He huido lo suficiente. Estoy exhausto. No quiero esa vida más.

 

Entonces he decidido seguir, confesar lo que he hecho y contar mi historia, lo mejor de mis recuerdos. He ido a donde antiguos jefes y empleados y me he disculpado por engañarlos (Una mezcla de humillación y liberación llega con cada revelación). Todas las personas mencionadas en este artículo me autorizaron publicar sus nombres. También he hablado con mi familia y amigos acerca de mi situación y ahora estoy trabajando con asesorías legales para revisar mis opciones. No sé qué consecuencias vendrán al contar esta historia.

 

Realmente sé que estoy agradecido con mis abuelos, Lolo y Lola, por darme la oportunidad de una vida mejor. También estoy agradecido con mi otra familia (mi red de apoyo que encontré aquí en Estados Unidos) por alentarme a perseguir mis sueños.

 

Han pasado 18 años desde que vi a mi madre por última vez. Desde el principio estaba molesto con ella con ponerme en esta situación, así mismo, molesto conmigo mismo por estar furioso y ser desagradecido. Durante mi época en la universidad pocas veces hablé con ella por teléfono. Esto se volvió demasiado doloroso. Después de un tiempo era más fácil enviarles dinero para ayudarle a ella y a mis dos medio hermanos. Mi hermana –de casi dos años cuando yo me vine- ahora tiene 20 años. Nunca conocí a mi hermano de 14 años. Me encantaría verlos

 

Hace poco llamé a mi madre. Quería llenar los vacíos en mi memoria acerca de esa mañana de agosto de hace muchos años. Nunca lo habíamos discutido. Una parte de mí quería dejar mi memoria de lado, pero al escribir este artículo y enfrentar hechos de mi vida necesitaba más detalles. ¿Yo lloré? ¿Ella lloró? ¿Nos dimos un beso de despedida?

 

Mi madre me dijo que ese día yo estaba emocionado por conocer una azafata, por subir a un avión. Ella recordó también el único consejo que me dio: Si alguien me preguntaba por qué estaba yendo a Estados Unidos, yo debía decir que quería ir a Disneylandia.

 

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El texto original aquí: My Life as an Undocumented Immigrant - NYTimes.com http://nyti.ms/mi6YeU

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